lunes, 6 de abril de 2009

Pedaleando por Londres


Durante más de dos años Carlos Franz vivió en el corazón de Londres, en Marble Arch, la esquina noreste de Hyde Park. Todos los días -lloviznara o no- tomaba su bicicleta y se iba desde su casa hasta su oficina en King's College, junto al Támesis. Recuerda esos pedaleos por la ciudad contra la fresca brisa londinense y su rocío como algunas de las horas más felices de su vida.

Hoy les presento estractos de este post publicado por él hace cuatro años en El Viajero

Seis pisos de anaqueles

Poco más allá encadeno mi bicicleta en las puertas de Waterstones Piccadilly, una de las mayores librerías del mundo. Aquí es posible pescar un libro en cualquiera de los seis pisos de anaqueles e irse a leerlo sin pagarlo -con picardía criolla- mientras se almuerza algo en el Studio Lounge del quinto, que ofrece una de las raras vistas aéreas de Londres (y unos sándwiches de roast beefmemorables). Mientras almuerzo, pienso en la tan mentada tradición británica. En las simplificaciones que ésta evoca en nuestros anglófilos locales. Las tiendas para caballeros de Jermyn St., acá a la vuelta, y esos clubes de St. James's, están en la misma ciudad que fue la cuna de la cultura pop en los años sesenta, el swinging London de The Beatles. Esas tradiciones que todos critican pero nadie estima necesario destruir siguen ahora mismo conviviendo con la modernidad y la diversidad cultural más desaforadas. En cualquier recorrido en uno de esos buses rojos de dos pisos -aconsejo por ejemplo el 23, que cruza Londres transversalmente- es posible oír, sin exagerar, diez lenguas distintas y obtener un muestrario de todas las tribus urbanas que pueblan esta metrópoli. Y lo notable, una vez más, es que conviven en relativa paz, hasta se diría que en armonía.

Al salir de Waterstones recupero mi bicicleta y cruzo Piccadilly Circus junto a la estatua de Eros para bajar por Haymarket. Aquí está uno de los teatros más hermosos de Londres -en esta ciudad pletórica de gloriosos teatros-. El Royal Haymarket. Aquí vi en una noche de niebla a Vanessa Redgrave y a su hija Joely Richardson protagonizando a la madre y la hija, justamente, en El abanico de lady Windermere. Nunca olvidaré la ovación cuando las dos salieron a saludar al público y éste se puso de pie; todos, creo, con un nudo en la garganta. En Londres me reenamoré del teatro. Luego me he preguntado muchas veces qué provoca nuestra falencia teatral generalizada en España e Hispanoamérica (con la posible excepción de Buenos Aires). Nuestros actores enfáticos, sobreactuados, exagerados. Tengo mi teoría: la capacidad para el teatro está relacionada con la cultura de un país. Lo característico del dialecto británico -y toda cultura es esencialmente un idioma- es el understatement. Traducido libremente sería un "decir menos", un disminuir conscientemente la importancia y la gravedad y la solemnidad de lo que se expresa, sin que el otro deje de percibir, por supuesto, que hay una exageración en tanta modestia. Este tono menor favorece la ironía -arte prácticamente desconocido en América, incluyendo a Estados Unidos-. Y ambos -understatement e ironía- son actitudes teatrales, representaciones cotidianas con las cuales se civilizan las emociones violentas, se las amansa. De allí -digo yo- el genio inglés para el teatro, y la excentricidad. Desde Shakespeare, por lo menos.

Ya estoy cerca del final de mis pedaleos reflexivos. Paso por Trafalgar Square (Nelson encaramado en su columna y los cuatro leones gigantescos que la cuidan cabalgados por los turistas). Me interno por la avenida de Strand, pasando cerca de Covent Garden. Entonces, por un mero capricho libertario, en lugar de seguir hacia el edificio de King's College, doblo a la derecha y pedaleo hasta el medio del puente de Waterloo, para acodarme sobre el Támesis. La poderosa curva del río, traficada por barcos y barcazas, empuja el horizonte hacia el Oriente. Por este río manó hacia el mundo la civilización británica.



Cielo sin énfasis

¿Pero qué es esa civilización?, me pregunto. Y al hacerlo levanto la vista del Támesis hacia el cielo casi perpetuamente gris, pero movedizo, sus nubes arrastradas por las ráfagas que barren la isla. Puede ser esta luz, me digo, esta luz sin énfasis, que nunca calienta pero tampoco, jamás, quema. Esta luz suave, tamizada, tan lejos de las calenturas y los enceguecimientos mediterráneos. Recuerdo que el gran pintor londinense Lucian Freud confesaba un secreto: mezclar un poco de carbón molido en el óleo blanco, de modo que en la claridad siempre reverbere un poco de sombra. El temperamento liberal inglés, lejano a los blancos y negros, puede ser hijo de esta luz moderada que acostumbra el ojo a percibir los claroscuros. Quizá esta luz gris nos ha faltado en Hispanoamérica, para suavizar nuestras pasiones, nuestros resplandores, me digo, mientras remonto en mi bicicleta. Quizá, pero no voy a discutirlo, no quiero convencer a nadie. Ésa es otra lección de Londres, al menos para este ciclista: convencer es menos importante que convivir.

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